martes, 11 de agosto de 2009

Reflexiones de una futura enfermera

Tal vez la existencia de mi propio individualismo me lleva a pensar en la razón que delimita mi estadía aquí. Sin embargo, imaginar que me alejo de lo que vivo día a día, nubla la posibilidad de extender el horizonte que yo misma, juzgo como el único camino a seguir.
Analizar el entorno que se abalanza ante la inminente resaca de un sistema sin sentido que no intenta ocultarse y que, al contario, muestra la crudeza de intensos desatinos, consigue instaurar el elevado desamparo del alma que clama el roce de unas manos o el susurro de un segundo que, a pesar de lo ridículo que pueda pensarse, determina una sonrisa que quizás, eleve las ganas de vivir y no dejarse derrotar.
Es sabido que la enfermedad deja entrever la vulnerabilidad de un individuo el cual, ante la desgracia que lo obliga a enfrentar la absurda realidad de ser quien ayer solía ser, entrelaza los días pálidos y las paredes inertes de una sala de hospital. El tiempo se estira y se encoje, se detiene y avanza a instantes, se cuela entre las batas blancas y los tubos que perforan la indemnidad de su dignidad ahora ultrajada, mañana extinta.
¿Por qué nos cuesta entregar la “palabra de aliento”? Quizás porque tememos decir lo incorrecto o tal vez, avanzar hacia el miedo que yace dentro del cofre tendido en aquellas camas, hacia la angustia que brotarían de lágrimas a las cuales prometeríamos una salvación que se resume en la pausa para alcanzar la paz y el descanso de un sufrimiento que va más allá de la misma enfermedad. Esa pausa que promete una vida eterna, una entrega desmedida a la fe que no es nuestra, que no es mía. Determinar que al cerrar los ojos, el latido que entrega sus signos vitales se torne el fracaso de aquello por lo que luchamos y por lo que hemos sido formados. ¿Hasta qué punto vale la pena salvar una vida? Cuando en realidad, la decisión ni siquiera es nuestra.
Sólo resta respirar hondo y consumir aquél aroma de hospital, aquella mezcla de vida y muerte, de silencio y agonía, de alegría y de tristeza que inevitablemente llevamos a cuestas y que por más absurdo que resulte en ciertos instantes de nuestra vida, se acumula en el alimento que nos lleva a elegir lo que hacemos y a seguir adelante sin temer al enfermo que sufre, si no a nuestro propio desprecio ante el dolor ajeno y al inevitable contacto de la muerte inminente, tan ajena a nuestra propia vida y tan presente en aquella cama, al fondo de la sala de un pasillo lleno de nada.


Danae Alvarez Cisternas
Agosto de 2009

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